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martes, 7 de abril de 2009

Construyendo la impunidad a través de la propaganda: George W. Bush


Durante largos años, algunos sociólogos han alcanzado cierta posición, participando en una campaña destinada a mancillar cualquier crítica en contra de la política estadounidense, atribuyéndola a una fascinación patológica masiva por el complot. Los tiempos cambian. El 6 de marzo de 2009, durante la prestigiosa conferencia anual de sociología de la Universidad de Winnipeg, el profesor Anthony J. Hall cuestionó la impunidad que le confiere el tabú del 11 de septiembre al gobierno de Bush. Reproducimos una versión ampliada de su intervención.

Graves acusaciones vinculan en actos criminales tanto al ex presidente de Estados Unidos, George W. Bush, como al actual presidente de Sudán, Omar al-Bashir. A fines de febrero de 2009, trascendió que la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya se disponía a emitir una orden en contra de al-Bashir, a propósito de su presunta responsabilidad en crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio. Mientras se preparaban tales documentos contra el presidente de Sudán, el ex presidente Bush se aprestaba, por su parte, a dar una serie de conferencias remuneradas que comenzarían el 17 de marzo en la ciudad de Calgary, en Alberta (Canadá). La visita de Bush a la capital petrolera de Alberta puso a prueba la coherencia y la autenticidad de la posición “inequívoca” del gobierno canadiense, según la cual «Canadá no es, ni se convertirá, en un refugio seguro para personas implicadas en crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad u otros actos reprensibles».

El contraste entre el trato conferido a Bush y a al-Bashir fue puesto de manifiesto casi inadvertidamente por Geoffrey York, un colega con quien discutía a menudo, hace 20 años atrás, cuando los dos éramos corresponsales regulares del periódico Globe and Mail de las peripecias de Asuntos Aborígenes de Manitoba (Canadá), temas que, en varias ocasiones, fueron de interés nacional. En su reportaje sobre los cargos en contra de al-Bashir, York escribe:

«Por primera vez en la historia, un tribunal penal internacional se apresta a emitir una orden de arresto contra un jefe de Estado, acusándolo de haber orquestado una campaña de asesinatos, torturas y violaciones». El periodista consideraba que esta iniciativa de la CPI «sería vista por muchos como una prueba de que ninguna persona está por encima de la ley».

Este contraste abrumador entre el trato otorgado a al-Bashir y el trato que se le da a Bush, deja en evidencia la división que existe en el mundo entre criminales (o presuntos criminales) en dos grandes categorías: la primera, constituida por una pequeña elite que, esencialmente, está por sobre la ley y una segunda, compuesta por gente que no es lo suficientemente rica ni lo suficientemente influyente como para escapar de la fuerza coercitiva de la ley. Con ironía he llegado a esta conclusión. Por una parte, la decisión de la CPI de emprender acciones legales en contra de al-Bashir, como también, de abrir un juicio contra el comandante congolés Thomas Lubanga Dyilo en enero de 2009, son señales de una transformación importante de la CPI. Este tribunal ya no es un simple difusor de la expresión vacía de ideales nobles, sino más bien una instancia de real compromiso que busca someter las leyes del asesinato, la mutilación y la intimidación a la autoridad máxima del derecho.

Por otra parte, estableciendo la responsabilidad, en su primer acto jurídico, de a poderosas figuras locales de aquellas regiones de África que sufren y que, a menudo, son dominadas por los cárteles de materias primas y sus regímenes clientelistas, la CPI ha subrayado la hipocresía de un Occidente que protege, en el seno del complejo industrial militar, a sus propios señores y beneficiarios de guerra de toda responsabilidad jurídica por los actos de violencia cometidos por sus agentes. En efecto, muchos de los que, generalmente, planifican, instigan, financian, arman, facilitan y se apuntan en esta explotación, forman parte de lo que llamamos sector privado. De esta forma, el doble estándar promovido por la CPI en la elección de sus objetivos, en materia de acciones legales, no es más que la repetición a escala internacional del gran doblez del sistema de justicia penal de Estados Unidos.

Tal como lo ilustra crudamente el porcentaje desigual y escandalosamente elevado de Negros hacinados en las prisiones privatizadas de la superpotencia declinante1, las fuerzas del orden y la justicia hacen esfuerzos desproporcionados –de forma evidente– para criminalizar a los afro-estadounidenses pobres, teniendo cuidado de excluir de su atención a los habitantes de piel clara de los barrios de casas y a los pocos enclaves de la extrema riqueza. Las autoridades encargadas de aplicar el nuevo Derecho internacional, por su parte, se limitarán a perseguir a los jefes de las bandas de ese gueto continental que es África, con la mirada puesta en el exterior, cuando se trata, realmente, de redes criminales más globales, con sedes en Norteamérica, en Europa, en Israel y, cada vez más a menudo, en China, India y Rusia.

El renombre de Omar al-Bashir está lejos de ser internacional, mientras que George Bush es uno de los hombres más conocidos del mundo. En efecto, a lo largo de los ocho años de su desastroso mandato, Bush logró hacerse odiado mundialmente. Bush es ampliamente detestado por sus decisiones políticas, así como el conjunto de acérrimos belicistas, corsarios del capital, propagandistas de la mentira, evangélicos fanáticos, usureros, dementes defensores de la tortura y generales sicóticos que conformaban su círculo más cercano2. Una parte importante de la opinión pública mundial ve a este hombre desacreditado como la encarnación de algo peor que un execrable dirigente; estas personas consideran al 43º presidente de Estados Unidos un individuo grosero, irrespetuoso de las leyes. De esta forma, y con buenas razones, muchos perciben a Bush como a un desviado patológico que alimentaba la fantasía delirante de que el poder de su función le otorgaba toda la facultad de autorizar a las fuerzas armadas de su país y a merc
enarios privados para cometer masacres, desapariciones y torturas de la más grave índole y de envergadura genocida.

Esta visión, tan popular, se basa en un número creciente de estudios jurídicos de profesores universitarios que utilizan elementos de prueba ya disponibles en la esfera pública suficientes para establecer que George Bush y sus subalternos violaron numerosas leyes nacionales e internacionales, incluyendo los Convenios de Ginebra y las instancias de la ONU que prohíben la tortura. Philippe Sands, Francis Boyle3 y el profesor Michael Mandel, de la Osgood Hall Law School, tres de los más activos juristas internacionales, demostraron que George Bush y su gabinete de guerra transgredieron el Derecho internacional en muy repetidas ocasiones. De hecho, es muy larga la lista de juristas que buscan llevar al ex presidente estadounidense ante de la justicia. Vincent Bugliosi, quien fue fiscal en el caso Charles Manson, se adhiere a la causa con su nuevo libro «The Prosecution of George W. Bush for Murder» (El procesamiento de George W. Bush por asesinato)4.

Teniendo en cuenta la cantidad y la contundencia de la documentación ya reunida para inculpar a Bush y muchos de sus principales colaboradores en crímenes nacionales e internacionales, la facilidad con que el ex presidente atraviesa fronteras para dar discursos en lugares como Calgary, hay una manifestación de la disfunción jurídica de los organismos que aplican la ley. ¿Acaso el rol de estos organismos es proteger la propiedad y el prestigio de los ricos de la incursión de los marginados y desposeídos? ¿Acaso la ley no se reduce a una simple teoría cuando no puede restringir la utilización de manera abusiva de la violencia para arraigar los privilegios e intimidar a la disidencia? ¿Se levantarán las autoridades de la Corona en Canadá o el ministerio público en otros países para demostrar su respeto por el poder de la ley y su aplicación uniforme, tanto al presidente como al indigente, al colono como al nativo y al blanco como al negro? ¿Cómo podríamos trascender los códigos, a menudo racistas, contenidos en la retórica de la ley y del orden y elevarlos a las normas requeridas por el respeto a la primacía del derecho?

¿Nunca daremos lugar a la difusión de la verdad en el marco de un juicio que exigiera no sólo a Bush, sino a Richard Cheney, a Donald Rumsfeld, a Paul Wolfowitz, a Condoleezza Rice y otros, rendir cuentas sobre sus decisiones y sus actos en la dirección de guerras de agresión? En calidad de principales estrategas, los industriales del armamento y del petróleo, los propietarios de sociedades mercenarias y sus cabilderos y propagandistas, la mayor parte de estos individuos han contribuido a la edificación del proyecto del Proyecto Nuevo Siglo Estadounidense (PNAC, por su sigla en inglés, N. de la T.), o sea, la privatización de nuestra economía basada en el terror y las falsas justificaciones para las supuestas «guerras preventiva». Un año antes del 11 de septiembre, el PNAC anunciaba la necesidad de «un nuevo Pearl Harbor», que permitiera provocar el clima de histeria necesario para lograr los objetivos de sus patrocinadores. El más ambicioso entre todos era la creación de un pretexto para tomar el control de los recursos petrolíferos de Irak y de todo el Oriente Medio.

Imaginando al mundo regido por el Derecho internacional

Desde hace varias generaciones se ha establecido el principio de que todos los pueblos del mundo, junto con sus gobiernos, deben reconocer el beneficio común de la competencia universal cuando se trata de casos de la más alta criminalidad. A su regreso de África, en 1980, George Washington Williams, un misionero negro de Estados Unidos, ayudó a enfocar el pensamiento legal en esta dirección. Williams buscaba palabras lo suficientemente evocadoras para describir las espantosas violaciones de los derechos humanos de las que había sido testigo en el llamado Estado Libre de Congo del rey Leopoldo y así fue como encontró la expresión «crímenes contra la humanidad». En 1944, Raphael Lemkin, un judío polaco que logró escapar del horror nazi en Europa, se basó en su experiencia para reforzar el vocabulario de la criminalidad internacional. Lemkin creó la noción de «genocidio», contribuyendo así en el proyecto que intentaba tratar crímenes tan graves que comprometieran la supervivencia de una parte de la familia humana. Lemkin buscó en el mundo entero la forma de que no existiese inmunidad ni refugio posible para aquéllos implicados en la eliminación de grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos; crímenes a los que añade el genocidio cultural. En 1948, Lemkin ayudó a las delegaciones ante la Organización de Naciones Unidas (ONU) a establecer la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Este pilar fundamental del Derecho internacional fue adoptado por Estados Unidos sólo en 1989.

Luego de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno estadounidense fue, brevemente, percibido como el principal modelo del principio de que aquellos responsables de casos de criminalidad internacional más elevada deben dar cuenta de sus actos en forma individual, en calidad de persona. Esta breve convergencia entre el pragmatismo y el idealismo fue aplicado en los procedimientos de Nüremberg y Tokio que juzgaron a algunos de los cabecillas del Eje por tribunales militares internacionales. Robert Jackson, el Fiscal General del gobierno de Estados Unidos en Nüremberg, al describir sus objetivos al presidente estadounidense Harry Truman, explicó que había llegado el momento de establecer claramente «que la guerra de agresión es ilegal y criminal». En su opinión, tal acto, incluyendo las campañas de «exterminación, avasallamiento y deportación de civiles» constituían «crímenes internacionales», de los cuales «son responsables los individuos». Cuando presentaba su argumento delante de los jueces, Jackson destacó la importancia de ir más allá de todas las antiguas líneas de defensa que habían proporcionado «inmunidad a prácticamente todas las personas implicadas en los grandes crímenes en contra de la humanidad y la paz». No puede «tolerarse» la existencia de un «terreno tan vasto de irresponsabilidad» teniendo en cuenta que «la civilización moderna pone en las manos de los hombres armas de destrucción ilimitadas».

El vocabulario utilizado por los jueces de Nüremberg en la determinación de las penas de los condenados nazis hace hincapié en que «desatar una guerra de agresión no constituye sólo un crimen internacional, sino que también el crimen internacional más grave, que solamente se distingue de los demás crímenes de guerra en que éste encierra dentro de si todo el mal del conjunto». Los méritos de Nüremberg fueron afinados y adoptados en 1950 por la ONU como principios que incluyen, precisamente, las características propias de los actos ilegales conocidos por haber tenido lugar, por ejemplo en Abu Ghraib o Guantánamo durante el mandato de George W. Bush. Los principios de Nüremberg dividen la criminalidad internacional en tres categorías: crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes en contra de la humanidad. Uno de estos principios establece que «el hecho de que el autor de un crimen internacional haya actuado en calidad de jefe de Estado o de funcionario, no lo libera de su responsabilidad en Derecho internacional»5.

Aunque la CPI sólo se haya unido recientemente a la infraestructura jurídica del derecho penal internacional, ésta se basa en esperanzas, ideales y tradiciones profundamente enraizadas en muchas sociedades que buscan la justicia. A pesar de todos sus problemas y lagunas, la CPI es la mejor expresión de la intención de hacer realidad un gran número de las más conmovedoras proclamaciones de la humanidad que anuncian la igualdad de dignidad de cada vida humana, tal como lo define la Declaración Universal de Derechos Humanos. La CPI se creó luego de un estudio de Naciones Unidas, y se volvió una verdadera entidad en 1998 con la adopción del Estatuto de Roma. Así es como el tribunal adquirió forma institucional en 2002 y, hoy en día, cuenta con 108 Estados miembros, incluyendo a Canadá, junto con otros 40 en vías de ratificar el Estatuto de Roma.

Sin embargo, los gobiernos de Rusia, India y China se oponen a esta corte. El presidente Bill Clinton firmó el tratado de Roma en nombre de su gobierno, pero el presidente Bush anuló, en 2002, la firma de su predecesor en el marco de sus grandes y múltiples esfuerzos por excluir a los Estados Unidos de varios acuerdos multilaterales. Por consecuencia. La CPI, ¿continúa siendo la mejor esperanza para el futuro? O, acaso, el lamentable fracaso, hasta hoy, de Estados en defender y hacer respetar la primacía del Derecho internacional ¿nos conduce a un estadio en que la humanidad debe intentar hacer algo nuevo? ¿Hemos llegado a un punto en la evolución de la comunidad mundial en que ya es posible, incluso necesario, comenzar a instalar las estructuras de una verdadera jurisdicción, cuyos funcionarios apliquen su competencia para arbitrar y aplicar el derecho penal internacional a través de la expresión de cierta forma de ciudadanía compartida de la humanidad?

Calgary y el Congo

Hay mucho más en juego de lo que parece evidente en la decisión de George Bush de aceptar una invitación para dirigirse a una platea de empresarios reunidos en Calgary por la Cámara de Comercio local. Según cree David Taras, un profesor de ciencias políticas de la Universidad de Calgary, es necesario advertir que en el gesto del ex presidente en este centro urbano «muy conservador y favorable a Estados Unidos «se esconde una estrategia para comenzar un proceso de limpieza de su imagen frente al público». Incluso, hay quienes han apodado a Calgary la «Houston del Norte», sobrenombre que no da cuenta del carácter real de la ciudad. Calgary es, de hecho, casi una colonia en el ámbito económico y, en cierta medida político y cultural, de Houston y de Dallas, esto porque un porcentaje importante de sus habitantes emigraron desde Texas o tienen parientes que viajaron hacia el norte desde el estado del ex gobernador Bush. Hoy, Calgary es la base política y la circunscripción del gobierno minoritario del actual Primer Ministro de Canadá, Stephen Harper. En 2001, Harper y algunos de sus consejeros provinciales más cercanos hicieron plenamente ostensibles sus posiciones llenas de prejuicios al proponer la construcción de un «corta fuegos» alrededor de Alberta para proteger de la autoridad constitucional del gobierno nacional de Canadá a sus recursos petrolíferos y sus agencias.

A lo largo de los últimos ocho años, Harper ha sido, durante su conducción de Canadá, algo así como el principal ostentador de la marca de fábrica de Bush. Como líder de la oposición, Harper criticó al Primer Ministro Jean Chrétien por no enviar tropas canadienses a la invasión de Irak. Harper, además, trabajó en estrecha colaboración con el ex Primer Ministro de Alberta, Ralph Klein, oponiéndose al Protocolo de Kyoto sobre el calentamiento global. De esta forma, los dos retomaron el discurso político elaborado por la empresa de asesoría y relaciones públicas Burson Marsteller. La filial en Calgary de esta empresa es la National Public Relations, cuyos «encargados de comunicación verde» crearon organizaciones de fachada tales como Canadian Coalition for Responsible Environmental Solutions (Coalición Canadiense para Soluciones Ambientales Responsables).

David Frum ha sido uno de los más extraordinarios celadores del eje ideológico que une Alberta con los ideales y el staff de la Casa Blanca de Bush. Antes de convertirse en uno de los principales propagandistas de la «guerra contra el terror» de George Bush6, Frum, que es un ícono de los neoconservadores, ganó sus galones trabajando para la revista Alberta Report, del evangelista Ted Byfield. Frum goza de un enorme prestigio entre la derecha por haber ayudado a actualizar la condena de Ronald Reagan al «imperio del mal», a precisamente acuñando la expresión «eje del mal», que hizo célebre George Bush utilizándola en su Discurso ante el Estado de la Unión en enero de 2002.

En consecuencia, numerosas fuerzas de la historia convergieron en la manera en que Bush sería recibido por los funcionarios de inmigración y del Ministerio de Justicia en el momento de su aterrizaje en el aeropuerto internacional de Calgary. El 23 de Febrero de 2009, la organización Abogados Contra la Guerra advirtió a algunos funcionarios, incluso al Primer Ministro Harper y al líder de la Oposición de Su Majestad, que «George W. Bush, el ex presidente y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas estadounidenses, es una persona acusada de torturas, de crímenes de guerra y de otras violaciones flagrantes contra los derechos humanos». Estos juristas explicaron por qué Bush no debía ser autorizado a ingresar al país arguyendo disposiciones muy precisas de la ley de inmigración, junto con secciones particulares relativas a los crímenes contra la humanidad y los crímenes de guerra. También explicaron que en caso de que Bush fuera autorizado a entrar en suelo canadiense, entonces debería ser arrestado por la policía de Canadá. Para apoyar sus aseveraciones, los juristas citaron numerosas fuentes, incluyendo elementos de prueba extraídos de un informe interno de la Armada estadounidense terminado en junio de 2008 por el general Antonio Taguba, como también, algunas de las conclusiones entregadas por el relator especial de Naciones Unidas sobre la tortura, Manfred Nowak. Este delegado de la ONU escribe «Tenemos en nuestro poder todos los elementos de prueba que establecen que los métodos de tortura utilizados por el gobierno de Estados Unidos en los interrogatorios fueron, especialmente, ordenados por el ex Ministro de Defensa estadounidense Donald Rumsfel... Es evidente que estas órdenes fueron dadas en pleno conocimiento de las altas autoridades de Estados Unidos».

Existen numerosos aspectos que permiten la proliferación mundial de la tortura en Canadá, las deportaciones extraordinarias, los encarcelamientos injustificados por falta de un juicio regular y otras violaciones a los Derechos Humanos, que en la mayoría de los casos involucran, de una forma u otra, a la Casa Blanca de George Bush. La Policía Montada del Canadá (GRC), el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Servicio de Inteligencia y Seguridad canadiense, más el conjunto de las ramas del gobierno de Estados Unidos, están implicados en los hechos que condujeron al arresto y tortura en Siria de los ciudadanos canadienses Maher Arar, Abdullah Almalki, Ahmed El-Maati y Muayyed Nureddin. El terror de Estado del que fueron víctimas estas personas constituye una pequeña parte del régimen transnacional de no-derecho, resultado de la enunciación ilegal del presidente de Estados Unidos sobre su competencia jurisdiccional sobre cualquier persona, de cualquier parte del mundo, que sea designada por el poder ejecutivo estadounidense como combatiente enemigo ilegal. Tal término, «combatiente enemigo ilegal», es una expresión inventada por los consejeros de George W. Bush, como un dispositivo lingüístico que permite al gobierno canalla de Estados Unidos desvincularse del Derecho internacional e incluso de su propia legislación.

Michael Keefer, de la Universidad de Guelph, estudió cuidadosamente el esmero del gobierno de Stephen Harper en reproducir la misma estrategia de George W. Bush para ampliar el rol del estado dentro la seguridad nacional, jugando hasta el cansancio la carta de la amenaza de la supuesta existencia de una célula local terrorista islamista dentro de la región del Gran Toronto. Keefer mostró la forma en que la GRC utilizó agentes infiltrados pagados que recibieron varios millones de dólares por la elaboración de un fiasco que terminó con la «evaporación de las acusaciones». El caso sufrió literalmente una implosión una vez que la GRC creó las condiciones políticas para que el Primer Ministro Harper pudiera divulgar en 2006 la versión canadiense de las teorías alucinantes de George Bush respecto al «odio» imaginario que el Islam profesa en contra de las libertades occidentales. La debacle fue grande, pero probablemente no lo suficiente como para no destruir la vida de jóvenes traumatizados, ello a pesar de que hayan salido libres del tribunal. Según Keefer, este episodio consistió, esencialmente, en una «operación de propaganda cuidadosamente planeada para reforzar la fraudulenta operación de manipulación psicológica que representa la guerra contra el terrorismo posterior a los atentados del 11 de septiembre».

Los roles de los gobiernos canadiense y estadounidense como socios en violaciones flagrantes de Derechos Humanos y del Derecho internacional se ilustran de manera clara en el caso del ciudadano canadiense Omar Khadr7. Khader era un niño soldado de quince años cuando fue arrestado en Afganistán por las fuerzas estadounidenses durante un violento incidente en que el menor resultó herido dos veces. Poco tiempo después de este hecho litigioso, Khadr fue transferido al tristemente famoso campo X-Ray en Guantánamo, Cuba. El Primer Ministro Stephen Harper usó este caso para expresar públicamente su intención de subordinar la soberanía de Canadá a la cultura de dominación militar estadounidense de Bush. A diferencia de dirigentes de otros países occidentales que han intervenido exitosamente en la liberación de sus ciudadanos de Guantánamo, Harper prefiere mantener su concomitancia con las autoridades estadounidenses, omitiendo cualquier petición que lleve a Omar Khadr al país donde nació.

El general canadiense Roméo Dallaire, que participó en operaciones de mantenimiento de paz de Naciones Unidas, hizo observaciones sobre la importancia del caso Omar Khadr, desde la perspectiva de un experimento de los gobiernos canadiense y de Estados Unidos para probar la disposición de no respetar las leyes internacionales que prohíben las acciones contra niños soldados. Dallaire escribió: «Permitimos a Estados Unidos juzgar a un niño soldado canadiense por un tribunal militar en donde los procedimientos violan los principios fundamentales de la justicia». El general tuvo en cuenta «pruebas irrefutables de la malignidad de Estados Unidos», de «alteraciones» de pruebas y de diversas formas de abuso en contra de Omar Khadr llevadas a cabo por funcionarios, incluyendo amenazas de «violación y de muerte». A propósito del caso de Omar Khadr, Dallaire acusa al gobierno de Canadá de ser cómplice de «una afrenta a los Derechos Humanos y al Derecho internacional».

El desprecio hacia todos los principios reconocidos del derecho estadounidense e internacional en la Bahía de Guantánamo y en Abu Ghraib serán vistos, ciertamente, por las generaciones venideras como pruebas de la infamia de los dos mandatos de George W. Bush. Cierta cantidad de juristas militares renunciaron disgustados a sus puestos en Guantánamo, como por ejemplo el coronel Morris Davis, fiscal en jefe. Un denunciante interno, más reciente, es el teniente coronel Darrel Vandeveld, ex fiscal. Tal como relató Globe and Mail, el 2 de marzo de 2009, Vandeveld condenó los «tratos sádicos», los «abusos» y «simulacro» de justicia aplicado a Khadr y a los demás detenidos en el «desorden sin nombre» de Guantánamo. Amnistía Internacional declaró que Guantánamo «es el GULAG de nuestra época». Vandeveld expresó que «no podía creer que los estadounidenses fueran capaces de hacer eso», anticipando un testimonio que estaría muy de acuerdo a entregar ante un tribunal de derecho nacional o internacional.

El hecho de que al interior de un GULAG estadounidense continúe la persecución contra un joven aprehendido cuando era un niño soldado, opaca de manera reveladora la imputación de la CPI en la Haya a Thomas Lubanga Dyilo. Lubanga fue acusado de reclutar y utilizar niños soldados en el Este del Congo. Muchas sociedades mineras canadienses y estadounidenses integran las empresas occidentales (de América del Norte, Europa y África del Sur) que sustentan conflictos donde se utilizan niños solados. Los niños soldados continúan siendo usados por aquellos que se benefician, invariablemente, de los asesinatos masivos y del caos dentro de una zona que, sin duda, es testigo del más grande genocidio después de la Segunda Guerra Mundial.

Manteniendo la misma posición respecto al caso de Omar Khadr, George Bush y Stephen Harper ¿no transgredieron el mismo derecho internacional que se le acusa haber violado a Lubanga? En el momento en que nos acercamos al fin de la primera década del siglo XXI ¿podría existir una prueba aún más incuestionable de la anarquía cultivada en el más alto nivel de nuestros gobiernos? ¿Qué es lo que queda por decir cuando un ex presidente estadounidense, el actual Primer Ministro de Canadá y un comandante de guerrilla congolés pueden –los tres– ser acusados de transgredir de la misma forma las leyes internacionales que prohíben el reclutamiento y las acciones legales referidas a niños soldados?

Confrontando las mentiras del 11 de septiembre

No es difícil imaginar cuáles serían los principales argumentos de la defensa, si George Bush, Richard Cheney, Donald Rumsfeld y otros de su misma clase, se enfrentaran a sus inculpadores ante una corte de justicia. Seguramente, la defensa se basaría en que el país fue víctima –en 2001– del ataque de un enemigo exterior dotado de tácticas tan audaces e inesperadas que estos terroristas islámicos lograron tomar por sorpresa a todo el conjunto del complejo industrial militar, junto con la enorme maquinaria de la seguridad nacional. A partir de allí, los abogados de la defensa sostendrían que las invasiones a Afganistán e Irak, y todas las demás acciones, incluyendo las llevadas a cabo en la Bahía de Guantánamo y Abu Ghraib, no podrían ser interpretadas como elementos de una guerra de agresión y que no deberían considerarse como parte de un plan coordinado de agresión militar, en lo que ya estuvieron de acuerdo los jueces de Nüremberg hace mucho tiempo atrás, y en que representan «el crimen internacional más grave que sólo se distingue de los demás crímenes de guerra en que éste encierra dentro de sí todo el mal del conjunto». Luego de esta argumentación, los abogados de la defensa afirmarían que todo lo que sucedió durante la guerra (justa y civilizada) contra el terrorismo no debe ser interpretado como una guerra de agresión. Al contrario, sus acciones deberían ser consideradas como una forma de autodefensa necesaria, o tal vez, como acciones preventivas emprendidas por precaución con la esperanza de salvar civiles inocentes de la amenaza violenta de los extremistas islamistas.

Concientes o no, todos estamos continuamente bombardeados por el mensaje que busca convencernos de que existen buenas razones para temer a la barbarie de los terroristas, un mensaje elaborado con minuciosidad por los expertos de lo que llamamos «manipulación de las percepciones», para crear un recelo permanente hacia el mundo árabe y el mundo musulmán. Por consecuencia, el mito popular de la guerra contra el terrorismo constituye el elemento principal en que se basa la economía del terror que sustentó el crecimiento del gran complejo industrial militar a lo largo del mandato de George W. Bush. Al no existir ya el antiguo enemigo del tiempo de la “guerra fría”, fue preciso encontrar un nuevo enemigo. Empresas como Blackwater, la sociedad de mercenarios de Eric Prince, pudieron prosperar dentro del mismo modelo guerrero privatizado, tal como en la guerra santa, o yihad, capitalista contra el «imperio del mal» soviético.

Para controvertir los testimonios que citen el 11 de septiembre como la principal justificación de las medidas tomadas en nombre de la guerra contra el terror, en el momento en que un fiscal interrogue a su parte contraria podría confrontar a Bush y a los otros de la siguiente manera: El –o la– fiscal podría llamar a comparecer a ciertas personas con cargos, cuya presunta negligencia y/o incompetencia permitió que los terroristas alcanzaran sus objetivos que, por lo demás, están bastante bien protegidos. El fiscal podría pedir que se esclareciera lo sucedido con los funcionarios cuyas malversaciones y errores fueran causantes de aquellas deficiencias sin precedentes, como –por ejemplo– aquellos encargados de la inteligencia, del contraespionaje, de la seguridad en los aeropuertos, de la defensa aérea y los encargados de aplicar las leyes de inmigración. Podría exigir saber, también, si todos los funcionarios fueron despedidos. Si algunos fueron reprendidos, si alguien renunció. El acusado respondería «no». Entonces el fiscal preguntaría: «Y por qué, entonces?».

Si la masacre y la destrucción ocasionada el 11 de septiembre pueden ser atribuidas a un error masivo de la seguridad nacional, ¿por qué nadie ha asumido su responsabilidad ni ha sido considerado responsable de algún elemento preciso en este supuesto error? ¿Qué hay de la propia responsabilidad de Bush en el desastre? ¿Por qué el presidente no se hizo inmediatamente cargo de la crisis esa fatídica jornada del 11 de septiembre, yendo a Washington en lugar de huir a los confines del país en su avión Air Force One y dejando a Richard Cheney, el ex presidente de la empresa Halliburton, a cargo de las operaciones en el búnker bajo la Casa Blanca?

Las faltas más graves relacionadas con los eventos del 11 de septiembre no son aquellas atribuibles a las agencias de inteligencia estadounidenses, ni a los servicios de seguridad de los aeropuertos, ni al Comando de Defensa Aero-espacial de América del Norte (NORAD, por su sigla en inglés, que incluye a Canadá y EEUU, N. de la T.), etc. Al contrario, la incapacidad más profunda y más sombría de protegernos de estos enemigos que nos amenazan reside en el hecho de buscar quienes las utilicen entre los periodistas, los grandes medios de comunicación, los profesores y las universidades. Somos nosotros quienes, en la mayoría de los casos, escogemos renunciar a nuestro escepticismo y junto a él, a nuestra ética profesional y a nuestras responsabilidades. En general, nuestra clase y nuestra casta sigue respondiendo a los hechos del 11 de septiembre de manera más expedita que racional. En consecuencia, se trata –en mi opinión– de una traición masiva de parte de los intelectuales y es el resultado subyacente del fraude conocido bajo el nombre de «guerra contra el terrorismo». La guerra contra el terror sigue en fabricación, promoviéndose y vendiéndose al público en la más agresiva campaña de guerra jamás desplegada. ¿Cuántos de nosotros se vuelven cómplices de esta negra maquinación a través del silencio? El silencio es el principal factor que permite la continuidad de las guerras de agresión justificadas en nombre de la teoría oficial del complot del 11 de septiembre, tan infundada como desprovista de pruebas.

No es mi intención, aquí y ahora, desbaratar las mentiras y los crímenes de la Casa Blanca de Bush. Tampoco el reciente disimulo del Presidente Obama de los elementos claves en la verdad de esa mañana del 11 de septiembre de 2001. Me ejercité para tal desbaratamiento, pero no de manera tan exhaustiva, experta y profesional como han podido hacerlo otros. Podría citar decenas, casi centenas de sólidas contribuciones científicas para unir pruebas específicas, examinando detalladamente lo que probable y ciertamente sucedió esa mañana luminosa de fines del verano de 2001, como lo que realmente no tuvo lugar. La mayoría de esas contribuciones son de dominio público y es muy fácil tener acceso a ellas en la era de Google y You Tube.

A pesar de que son muchos los que han introducido las referencias necesarias en la comprensión de aquellos que están comprometidos con la búsqueda de la verdad, el aporte en especial de un profesor se distingue por la remarcable combinación entre alcance, precisión y atención a los detalles. Creo que hablo por muchos colegas quienes, en un amplio consenso, piensan que el profesor de teología David Ray Griffin ha ganado con holgura el título de jefe de aquello que llamamos «9/11 Truth mouvement» (Movimiento por la Verdad del 11 de septiembre, N. de la T.)8. Yo los desafío a leer una parte de la pequeña biblioteca de libros y artículos que él ha escrito sobre los diversos aspectos del 11 de septiembre, no a desarrollar un desprecio absoluto por la versión oficial del complot. Teniendo en cuenta lo que Griffin y otros han publicado, ya ha caído completamente en el descrédito la idea de que el ataque al Pentágono y la pulverización de tres torres de estructuras de acero del World Trade Center fueran causadas por un puñado de saudíes armados con cutters, con un somero conocimiento de piloteo y un intenso celo yihadista.

Hace poco, ha nacido la rama más profesional de los escépticos del 11 de septiembre, una obra del infatigable Richard Gage, fundador de la asociación «Achitects and Engineers for 9/11 Truth» (Arquitectos e Ingenieros por el 11 de septiembre, N. de la T.) que cuenta con 600 miembros (arquitectos e ingenieros). Dando a conocer y reuniendo un gran volumen de estudios técnicos, Gage ha logrado establecer, más allá de las dudas razonables, que las torres de poderosas estructuras de acero no se derrumbaron a causa del choque de los aviones comerciales, ni por los incendios del combustible, ni por la gravedad, sino que gracias a una demolición controlada. Las tres se derrumbaron sobre sus bases más o menos a la velocidad de la caída libre.

Últimamente he estudiado atentamente la vasta y profunda erudición que el canadiense Peter Dale Scott demuestra en su libro «The Road To 9/11: Wealth Empire and the Future of America» (El camino al 11 de septiembre: riqueza del imperio y el futuro de EEUU, N. de la T.)9. Esta obra, reconocida por sus pares, fue editada por la University of California Press, de Berkeley. Scott se basa en décadas de investigación sobre el funcionamiento interconectado de las compañías petroleras, de los cárteles de la droga, de las operaciones de contraespionaje, de los bancos y de la política. Su libro también describe una relación de colaboración tan larga como estrecha entre Dick Cheney y Donald Rumsfeld, que culmina con sus extrañas apariciones y desapariciones en los días que precedieron y sucedieron al 11 de septiembre. Al igual que los estudios de Nafeez Mosaddeq Ahmed10, el libro de Scott presenta muchos elementos de prueba que demuestran que el fantasma de Al Qaeda estuvo inserto en funciones de seguridad nacional estadounidense desde que se unió a los Muyahidín apadrinados por el dúo CIA – ISI (Inter-Services Intelligence, Inter-Servicios de Inteligencia, N. de la T.).

Comenzando como actores claves en las operaciones financieras del desaparecido Banco de Crédito y de Comercio Internacional (BCCI), fundado en Lahore, los personajes destinados a asumir roles dentro de Al Qaeda ayudaron a hacer avanzar el proceso de transformación del terrorismo en una empresa y una oportunidad política para numerosos mercaderes del miedo. Recomiendo especialmente el capítulo 10 del libro de Scott, titulado Al Qaeda y las elites estadounidenses. En las subdivisiones de este capítulos se leen frases como: «Los agentes de Estados Unidos, las compañías petroleras y Al Qaeda», «Estados Unidos y Al Qaeda en Azerbaiyán», «Unocal, los Talibán y Ben Laden en Afganistán», «Al Qaeda, el Ejército de Liberación de Kósovo y el oleoducto transbalcánico» o «Al Qaeda y el complejo petrolero, militar y financiero».

Podría terminar alegando a favor de una investigación parlamentaria en Canadá sobre la veracidad de la interpretación del 11 de septiembre, que continúa poniendo en peligro la vida de nuestros soldados en Afganistán. Podría terminar subrayando el fracaso periodístico de la CBC (Canadian Broadcasting Corporation, Radio Nacional de Canadá, N.de la T.) o la propaganda de las guerras de agresión, que ha proliferado especialmente en los medios comerciales. Tal como lo reveló la investigación a la CIA post Watergate, agentes reclutados entre los grandes medios de comunicación han sido utilizados por organismos de seguridad nacional (del Estado) para difundir campañas de desinformación, cuyo verdadero objetivo es impulsar los negocios de gente como la familia Bush, dinastía de beneficiarios de guerra. Podría ejemplificar algunos de mis argumentos refiriéndome a los ridículos sitios de Can West Global y sobre todo al de Nation Post. Solo citaré el título de un artículo en un periódico en que se da mucho espacio a los blogers anónimos para atacar mi trabajo. ¿Qué otra cosa que no sea defender el mito de la guerra contra el terrorismo están haciendo los redactores de este periódico cuando escriben el título: «Atacando a los teóricos del complot del 11 de septiembre», obstaculizando así cualquier debate?

Muchas son las formas en las que podría finalizar. Sin embargo, prefiero concluir este texto con algunas reflexiones sobre George Bush, el derecho internacional y el libro notablemente bien acogido de Naomi Klein, que lleva por título «La Doctrina del Shock: el auge del capitalismo del desastre»11. A través del prisma de su interpretación keynesiana, Klein observa varios países a lo largo de las últimas décadas. Para ello, por ejemplo, propone la convincente tesis de que los modestos programa de redistribución implementados en las economías nacionales y en la mundial, en general, no han resistido a las incursiones del «capitalismo del desastre». Nuestras relaciones materiales han sido sometidas, en forma repetida, a los shocks de la hiper-privatización durante los periodos en que hemos estado más vulnerables a los efectos desorientadores de los traumatismos, por supuesto manufacturados o inducidos.

Como lo reconoce la autora en su libro, los hechos acaecidos el 11 de septiembre son el ejemplo característico de su tesis central. El shock de las imágenes de la caída de las torres creó el pretexto para invadir Irak y para liberar la prisa que el régimen de Bush tenía por explotar lo que Klein llama «el mercado del terrorismo». Irak debía ser un prototipo que demostrara que «el trabajo del Estado no es proporcionar la seguridad, sino comprarla a precios de mercado». Por otra parte, la violencia en Irak ayudó a estimular, en Norteamérica, la cultura del miedo y del odio, que facilita el auge de lo que Klein llama «Industria de la seguridad de la patria».

Klein, como la mayoría de los autores que escriben sobre la guerra contra el terrorismo, es cautelosa para abordar los atentados del 11 de septiembre, para llegar, de esta manera, indemne a un terreno profesional más seguro. Para ella, ese lugar más seguro consiste en documentar la forma en que Bush, Cheney, Rumsfeld, Paul Bremen, y el resto de los arquitectos e ingenieros de la privatización de la economía del terror, han usado el 11 de septiembre para hacer avanzar la agenda política. Así es como, prácticamente eludiendo el tema de lo que realmente sucedió el día del gran shock, Klein se inclina por el mantra «errores de seguridad del 11 de septiembre». Entonces, Klein lleva a sus lectores a su original e importante análisis económico de Irak, el «Ground Zero» (Punto Cero, N. de la T.) de la guerra contra el terrorismo.

Creo comprender la decisión periodística de Naomi. La considero un compromiso necesario. Debía hacerlo si es que quería mantener la esperanza de dar a conocer su útil trabajo en los medios canadienses y estadounidenses, así como a los jóvenes militantes en el mundo entero. No obstante, pienso que Klein está demasiado bien informada como para no desconfiar de la coartada del «error de seguridad» sugerido por el régimen de Bush. Si mi intuición es acertada ¿qué se puede decir respecto a la gravedad del clima de paranoia, si incluso Naomi Klein se autocensura en lugar de arriesgarse a unirse a los grupo marginales «de los teóricos del complot»? ¿Es comparable la adhesión de Klein a los tabúes del 11 de septiembre a la de Noam Chomsky y a la de productores de medios, incluso progresistas, como por ejemplo Zmag, The Nation y Democracy now? O ¿Barrie Zwicker tiene razón cuando afirma que fuerzas malignas trabajan para repetir, en el contexto de la supuesta guerra contra el terrorismo, las mismas técnicas de desinformación y de guerra psicológica que se utilizaron durante la guerra fría?

La retórica del discurso de esperanza y cambio del presidente Obama no trascenderá los discursos de odio ni los crímenes de odio que continuarán multiplicándose hasta que el público vuelque su mirada a la verdad de los hechos, cuyo contenido ha sido deformado para justificar los crímenes internacionales que continúan perpetuándose en nombre de la guerra contra el terrorismo.

Mientras este fraude no sea revelado (reconocido), la obscenidad continuará y George Bush cruzará las fronteras internacionales para dar discursos generosamente remunerados. Sin embargo, el 17 de marzo nos esforzamos en lo que pudimos para hacer de la visita a Calgary del ex presidente estadounidense un test que nos permita saber si somos gobernados por las reglas del derecho o por las reglas de la desinformación, el amiguismo y el poder militar.

Anthony J. Hall

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